James Joyce huyó de
Dublín en compañía de Nora Barnacle durante la noche del sábado 8 de octubre de
1904. Había tenido su primera cita amorosa con Nora, dos años menor y camarera
de hotel, el 16 de junio de ese mismo año. Ulises se publicó el 2 de febrero de 1922, día del cuadragésimo
aniversario de Joyce. El exiliado Joyce lo había escrito entre Trieste, Zúrich
y París a lo largo de siete años (1914-1921), y consagró más de 20.000 horas de
trabajo febril a la odisea de su escritura. En recuerdo del dudoso encuentro de
Joyce y Nora, la acción de esta novela enciclopédica transcurre entre las 8 de
la mañana del jueves 16 de junio y las 3:30 de la madrugada del viernes 17 de
junio de 1904. El gran fracaso de Joyce fue que Nora (una “Irlanda portátil”,
según la cariñosa caracterización de su marido) nunca leyó más allá de la
página 27 del libro. Sin embargo, todos los años desde 1954 y, con entusiasmo
global, desde el año del centenario de su autor, en Dublín y en todas partes,
los fanáticos del “fanático” Joyce (según la cariñosa caracterización de Nora)
festejan en esta fecha señalada la existencia de esta novela fuera de serie. Mañana se cumplen 113 años de la fecha ficcional (y biográfica) origen del
Bloomsday, el día más largo de la literatura, y estamos a menos de cinco años del centenario de la primera edición de la novela.
"Tampoco me parece que haya muchos enigmas en el Ulises, la más lúcida de las novelas".
-Vladimir Nabokov-
"Tampoco me parece que haya muchos enigmas en el Ulises, la más lúcida de las novelas".
-Vladimir Nabokov-
Es sabido que James Joyce se convirtió en el gran revolucionario de la novela moderna al contar la peripecia trivial y urbana de Leopold Bloom en diecinueve horas y media y dieciocho capítulos. La prolija narración de esas andanzas triviales se vuelve errática al vagar y divagar Bloom por las calles de un Dublín provinciano y pretérito, una ciudad tan abigarrada como maleable, que se metamorfosea en todas las grandes ciudades de la historia (Babilonia, Atenas, Alejandría, Roma, Jerusalén, etc.) sin dejar nunca de ser ella misma. Una urbe esplendorosa que, como Joyce se vanagloriaba, podría renacer intacta de entre las páginas del libro si fuera destruida por una catástrofe (como el México D. F. de Carlos Fuentes, el Madrid de Martín Santos, el París de Cortázar, La Habana de Cabrera Infante o el Londres de Julián Ríos, por citar en orden cronológico a los máximos exponentes hispánicos de la escritura joyciana). Ulises es, ante todo, un itinerario irlandés marcado por el exhaustivo avance de las agujas de un reloj narrativo que a cada hora cambia de capítulo y también de estilo. Un mecanismo de alta precisión descriptiva que recorre en el tiempo de una sola jornada y el espacio de una ciudad única los episodios de numerosas vidas malogradas y tristes, trayectorias que se cruzan por azar con otras trayectorias para configurar un mapa humano complejísimo e inagotable.
No en vano Nabokov señaló, con cierto pesimismo,
que el posible tema de Ulises era el
pasado irremediable, el presente ridículo y trágico y el futuro patético de
Leopold y su mujer Molly Bloom, y de su amigo más joven, Stephen Dedalus. Todo
incluido en las dimensiones tomistas (como descubrió Umberto Eco) de un día
interminable. Así, Ulises no acaba
nunca, o se reinicia en un final feliz que es el principio de otra novela y
también de la misma, donde Molly Bloom, al despuntar el nuevo día y culminar su
célebre monólogo, acepta vivir su vida de nuevo y casarse otra vez con Leopold,
dando el más bello asentimiento al ciclo de una vida ya vivida y todavía por
venir: sí quiero Sí.
La pantalla formal de la escritura joyciana,
hecha por igual de alusiones culturales herméticas, retorcidos retruécanos y
anotaciones realistas de una precisión pictórica o fotográfica, recubre una de
las visiones del mundo y la vida más alegres y sugestivas de cuantas se han
concebido. Lo que la literatura de Joyce representa en la historia es una
experiencia ubérrima de escritura y de vida: una experiencia cosmopolita
fundada en la fricción poética de la monogamia del idioma materno con la
poligamia de las lenguas y las culturas del mundo. La tradición de Joyce se
remonta al origen de la cultura y recorre toda la tumultuosa historia humana:
una literatura que exalta y festeja la comicidad y el placer de la existencia
material y se ríe de la imagen de seriedad que hombres y mujeres se imponen
constantemente como deber moral, ligado a un absurdo deseo de trascendencia
para ellos y sus insignificantes actos.
El proyecto artístico de Joyce consistió en
meter al hombre y a la mujer de cuerpo entero en el estrecho molde verbal de la
novela. Molly Bloom, inspirada en Nora Barnacle, es la mujer que se expresa con
mayor libertad y menor corrección (también gramatical, como su modelo
biográfico, propenso, como se sabe, a la obscenidad epistolar) en la historia
de la novela occidental. Por eso Molly Bloom, mestiza, expansiva y desinhibida,
sigue siendo la heroína indiscutible del siglo XX. Una estimulante mujer de
treinta y cuatro años, gibraltareña hija de irlandés y judía andaluza, una
mezcla mental y física explosiva. La suya es una voz femenina en plenitud de
facultades que confiere cuerpo expresivo a sus pasiones y deseos más
elementales, sin cortes ni censuras. El mejor antídoto ético y estético contra
el paradigma anoréxico y constreñido que amenaza a la mujer actual en todos los
órdenes. En literatura, habrá que esperar a las autoficciones radicales de
Kathy Acker para que un avatar aventurero de Molly Bloom, revestida la piel por
entero de tatuajes provocativos y cabalgando motocicletas de potente
cilindrada, haga del sexo transversal una seña de identidad múltiple y
rompedora de tabúes.
Para recuperar la vitalidad perdida a lo largo
de las últimas décadas, la cultura literaria del siglo XXI debería festejar el Bloomsday bajo el signo equívoco y
excesivo de Molly Bloom, la dominatrix
de lo real.
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