[Philip
K. Dick, La transmigración de Timothy
Archer, Booket, 2015, trad.: Carlos Peralta, págs. 224]
¿Cómo es posible que una novela
escrita por un autor de ciencia ficción y destinada al público habitual del
género haya podido plantear cuestiones filosóficas, espirituales, metafísicas y
culturales de tal calado en un contexto dominado por el experimentalismo exhausto
y el realismo ramplón? Este es, en efecto, el problema literario esencial al
que enfrenta a sus lectores un texto de estas características, tan singular en la
creación de su tiempo como excéntrico respecto de la obra anterior del autor.
Estén o no de acuerdo los especialistas, La transmigración de Timothy Archer,
publicada unos meses después de su muerte en marzo de 1982, se inscribe al
sesgo en la temática y las motivaciones profundas de la inacabada “trilogía
divina” (también llamada “trilogía Valis”), donde Dick se planteó revisar en
clave de ficción científica las cuestiones trascendentales de la historia, la
política y la espiritualidad humanas. Así como Nietzsche sucumbió a la locura
para consumar el designio de su filosofía, así Dick llevó al límite la
experiencia mental de la contracultura (paranoia socio-política, videncia
lisérgica, espiritualidad difusa, neurosis religiosa, etc.) para alcanzar un
nivel de comprensión de la realidad como el demostrado en esta trilogía
decisiva escrita en sus años finales.
Como ya señalé hablando de La invasión divina, todo había comenzado del modo más
trivial, después de una década, como los sesenta, de vida inestable y cierta
fatiga respecto de las posibilidades de la ficción. La sensación de que
escribir no sirve para nada y de que por más que el escritor se empeñe en
atacar sus sistemas simbólicos los poderes que mantienen este mundo bajo
control permanecen intactos.
Por vez primera la voz narrativa, íntima, dolida
y convincente, se la encomienda Dick a una mujer extraordinaria, Angel Archer,
nuera de un obispo californiano, Timothy Archer, un teólogo polémico en estado
de permanente búsqueda e inquisición espiritual en las lindes de la fe
cristiana, y esposa de un investigador universitario, Jeff Archer, fiel réplica
de su padre en otro ámbito del conocimiento, intrigado por las nefastas consecuencias
históricas de la Guerra de los Treinta Años. Si al hijo le obsesiona la figura trágica
del general Wallenstein, abducido por el ocultismo y la astrología hasta provocar
la ruina de Alemania, como Hitler, por su ofuscación mental y reverencia al reverso tenebroso de la vida, al patriarca eclesiástico lo atrae poderosamente la
secta gnóstica de los zadokitas, instalados dos siglos antes de la venida de
Cristo en las orillas del Mar Muerto, como revelaron los manuscritos esenios de
Qumrán, y entregados a enigmáticos ritos de eucaristía psicotrópica de los que
extraerían la doctrina mística que Jesús de Nazaret se apropió después para la
predicación y el apostolado.
Para completar el cuarteto dramático, aparece la
fascinante feminista fatal Kirsten Lundborg con su hijo esquizofrénico Bill. La
gran tentadora Kirsten, antes de suicidarse, seducirá al obispo Archer, exacerbando
la peligrosa pulsión de sus investigaciones heterodoxas hasta la muerte final en
el desierto de Judea, y se apoderará de los deseos extraviados de Jeff
conduciéndolo a la confusión y al suicidio. El paradójico desenlace está
cifrado en el título, pero este no desvela ni el cuerpo hospitalario que cobijará
el alma errante de Timothy Archer ni el sentido de tal milagro metafísico.
Por ceguera ideológica, muchos no comprenden la
coherencia de la “trilogía divina”. Estas novelas tardías de Dick consuman su
narrativa, construyendo una nueva mitología cósmica para el tiempo del
capitalismo triunfante y abriendo de par en par una puerta de salida espiritual a la era
cristiana, una vía de escape para el cuerpo y para la mente. A fin de realizar
este ambicioso proyecto de transvaloración moral era necesario parodiar, como hizo
Nietzsche, el lenguaje metafórico, las ideas y las imágenes de todas las
ortodoxias y heterodoxias monoteístas de la historia.