lunes, 13 de abril de 2015

CAPITALISMO ARTISTA


[Gilles Lipovetsy & Jean Serroy, La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico, Anagrama, trad.: Antonio Prometeo-Moya, 2015, págs. 403]

 Consumimos cada vez más belleza, pero nuestra vida no es más bella: ahí radican el éxito y el fracaso profundo del capitalismo artístico.

Lo que se avecina no es otra cosa que una comercialización a ultranza de modos de vida en los que la dimensión estética ocupa un lugar primordial, pero que no anuncian un universo más radiante de sensualidades y bellezas mágicas.

El mercado de la experiencia aparece como la nueva frontera del capitalismo…Nuestro mundo se presenta, pues, como un vasto teatro, un decorado hiperreal destinado a entretener a los consumidores. En la actualidad son los estilos, los espectáculos, los juegos, las ficciones los que se han convertido en mercancía número uno, y por doquier son los “creativos” los que se imponen como nuevos creadores de valores y los ampliadores de mercados.


Sí, ya sé que parece una incongruencia pero así es como el tándem de autores de esta monografía imprescindible sobre las derivas complejas de nuestro tiempo califican al capitalismo actual. El capitalismo de la era transestética, como la denominan Lipovetsky y Serroy con terminología sobrecargada de prefijos que expresan la insuficiencia del lenguaje al tratar de representar una realidad que desborda categorías racionales.
De modo que sí, vivimos en la época del capitalismo artista, la era de la hipermodernidad, una modernidad que se multiplica a sí misma al infinito hasta asfixiar todo reducto resistente, la fase crítica en que el capitalismo está llevando a cabo a velocidad de vértigo la “estetización del mundo”. Así es como explican el proceso ambos autores: el sistema capitalista, en su expansión ilimitada, habría arrebatado a los artistas el poder de ser creativos e innovadores con el fin de realizar sus objetivos de seducción comercial con más eficacia. La historia, según este razonamiento, habría dejado atrás ese modo de producción que solo sabía explotar y rentabilizar inversiones sin dar nada a cambio por otro modelo, aún más sofisticado, en que todos los órdenes de la vida se ven revestidos de valores estéticos: refinamiento y belleza, sensualidad y placer, hedonismo y calidad.
Hace años unos arquitectos señeros (Robert Venturi & Denise Scott Brown) creyeron que había que aprender lecciones artísticas de la arquitectura de Las Vegas, ciudad emblemática donde se dinamitaba la funcionalidad del edificio favoreciendo sus rasgos más decorativos y atrayentes. Hoy se podría decir, siguiendo los planteamientos de los autores, que todas las ciudades del mundo, la totalidad de los espacios edificables del orbe, han imitado esa consigna arquitectónica para ganar la batalla de las marcas frente a otras ciudades, regiones o países. Basta con mirar hacia oriente, ya sea el Golfo Pérsico o China, para darse cuenta de que el capitalismo contemporáneo no solo se propone avasallarnos con su fuerza financiera globalizada sino asombrarnos como antaño papas y reyes. La diferencia es que el capitalismo estético es más democrático en apariencia: se dirige a todos sin excepción y pretende satisfacer todas sus demandas y deseos, aun los más inconfesables.
Sus maquiavélicas estrategias de seducción, como sabemos, pasan por todos los dominios de la experiencia y la cultura del mundo: la moda y el cine, la televisión y la telefonía, la ropa y los automóviles, los viajes y los centros comerciales, la informática y los parques temáticos, los deportes y el entorno urbano transfigurado en el excitante decorado de una película tridimensional. Y también los museos y las exposiciones, sometidos al mismo régimen espectacular, esa magia capitalista que transforma la prosa de la vida cotidiana en refinada poesía para los cinco sentidos clásicos y los enésimos nuevos órganos de percepción y sensibilidad.


No faltan críticos apocalípticos, desde luego, ni síntomas inquietantes de un mundo carente de control que ha ensanchado sus fronteras en direcciones insólitas sin acabar con las desigualdades e iniquidades de siempre. No obstante, este mundo superpoblado de incongruencias y paradojas, transformado en un escenario abigarrado de atracciones y sorpresas permanentes, parece responder también, parece mentira, a preocupaciones éticas sobre problemas sociales o ecológicos que obligan a las corporaciones a volverse responsables. No puede ser tan malo, como propagan sus detractores radicales, un capitalismo en que toda estrella cultiva la filantropía de masas y las grandes compañías se comprometen con causas humanitarias para ganar prestigio y convencer a los clientes de sus buenas intenciones.
La polémica cuestión que el libro suscita, de todos modos, se refiere al estatuto del arte en un mundo semejante. Cuando el capitalismo se vuelve artista, el arte se vuelve irrelevante. Y aquí es donde el mercado, transfigurado en árbitro supremo del gusto y la belleza para la minoritaria élite económica o las masas asalariadas en busca de distinción, acaba jugando un papel decisivo. 

2 comentarios:

julian bluff dijo...

¡Hola a todos!

Mal que les pese a algunos, el papel de los escritores, que no decir el de los intelectuales -¿Qué cojones es eso?- en la vida del siglo XXI, no pasa de ser puramente accesorio, suntuario. Aunque los haya todavía que pretendan erigirse protagonistas de la farsa -reminiscencia de una época de minorías ilustradas y mayorías concienciadas- no pasan hoy por hoy, de momento, de ser meros espectadores (y no, precisamente, de los que ocupan, por mucho que ellos pudiesen incluso conformarse con este amable sucedáneo, las localidades de tribuna) Y estos postmodernistas tardíos, de los que nos hablas, amigo Juan, van al rebufo de esa otra época entendiendo que todavía hoy cabe ostentar un prestigio innato y comer de vez en cuando foie de Las Landas -lo de seducir lánguidas universitarias nunca lo han tenido del todo fácil pero se conformaban, sin demasiados problemas, con alguna animosa "pnn" del departamento- únicamente a base de continuar poniéndoles nombres a las cosas y a los procesos. "Catalogando".

Cuando lo cierto es que en todas las épocas han existido: "los que hacen edificios". Los que ponen la pasta, los que los diseñan, los que los construyen materialmente y, luego, los que los habitan, y, luego, los que los visitan. Hoy a todo esto, tan viejo, como el hombre, se lo denomina "capitalismo". Ok. Es, más o menos, lo mismo de siempre. Y, resulta obvio, por no remontarnos aun más lejos en el tiempo, donde sin duda disminuiría la fiabilidad de los datos, que tanto lo diseñado por Sir John Nash, respecto de Londres, como por el Barón Haussman, en relación con París, fueron dos proyectos de una envergadura mucho más abrumadora -o, por lo menos, igual de abrumadora- que la de toda esta "obra civil" que está siendo objeto de construcción, hoy en día, en el sudeste asiático, en China o en determinados puertos de la península arábiga.

¿Era menos estético lo de Nash? ¿... lo de Haussman? ¿Podría definirse aquello como capitalismo? ¿Por qué a lo de ahora no lo llamamos barroco cúbico? ¡Qué más da!.

La moraleja de todo esto viene a concretarse en que los escritores deberían de una vez tomar conciencia de que los que hacen que el mundo avance son los "no escritores" y en lugar de buscarles a estos últimos los tres pies ¡coño, que no son gatos! estarles infinitamente agradecidos por brindarles... con la efectividad de sus logros... sustancioso material de oficina para que ellos puedan proseguir adelante con sus pajas mentales.

JUAN FRANCISCO FERRÉ dijo...

Amigo Gracq, no sea tan duro con nosotros los escritores, hacemos lo que podemos en un mundo que no nos deja mucho sitio, excepto cuando le convenimos por ventas, prestigio social, rentabilidad políica y éxitos comerciales. Recuerde por un momento, sin ironía, todo lo que le debe la civilización occidental (la oriental no cuenta a estos efectos) a la filosofía y a la literatura. Que hoy un modisto, un peluquero, una modelo, un presentador de televisión, un arquitecto, una publicista, un diseñador de lencería íntima o una actriz de cine sean más relevantes para la sociedad en que vivimos dice más de esta sociedad que de los escritores que viven en ella cual especie en vías de extinción…
Por cierto, hasta donde alcanzo (el paso siguiente sería el espiritismo ilustrado, para el que la verdad no me siento muy dotado), los fines arquitectónicos del infame Haussman no eran para nada estéticos sino policiales y represivos. No creo que haya habido en la historia, por simplificar, un período como el nuestro en que se haga necesario estetizar los mundos de vida hasta el paroxismo con el fin de convencer a todos de que habitan el mejor de los mundos posibles y/o imaginables…
Tenga piedad, insisto, de nosotros, véanos sin más pretensiones de clase como a los aristócratas degradados durante la revolución francesa, carne de guillotina!!!