martes, 23 de julio de 2013

LEARNING FROM €UROVEGAS


[En el número de julio de la revista Arquitectura se publica Learning from €UROVEGAS. Una Arqueología del (no) Futuro, mi ensayo-ficción sobre el bluff financiero, político y arquitectónico bautizado como Eurovegas. He aquí un extracto.]
 
 
“El euro es la parte más importante de €urovegas.
Hasta el punto de que sin euro no hay Vegas”.
-Roberto Soldado, analista financiero de Mediaset- 

Viva urovegas 

La historia ejemplar de €urovegas podría empezar en este punto crítico. Érase una vez un viejo continente depauperado por la falta de contenidos y dominado por la urgencia de reciclarse. Y unos gobernantes, muy preocupados por la ausencia de perspectivas de su pueblo, que tomaron un día la decisión financiera más adecuada a sus intereses políticos: construir en mitad de la nada un no lugar donde la permisividad absoluta en materia fiscal y laboral fuera la regla del juego. El no va más de la apuesta neoliberal. Una utopía transgresora de signo ballardiano para tiempos de crisis (de pasta, sobre todo, pero también de ideas y valores) donde se podían transgredir alegremente (en nombre de la alegría de vivir y el disfrute del cuerpo) todos los códigos y normativas vigentes en la periferia del complejo, violar impunemente las leyes y los reglamentos, las licencias burocráticas y los contratos (comenzando por el demasiado caduco “contrato social”). Ese fue desde el principio el encanto libidinal de €urovegas. La razón de su atractivo inconsciente para el consumidor. Su goce intransferible, en opinión de un psiquiatra consultado. La revancha de lo prohibido sobre una cultura oficial baja en nutrientes y calorías para el espíritu. El emporio €urovegas, enclavado en mitad de la estepa mesetaria como un desafío monumental a los rancios valores del entorno, fue creado por una corporación americana como una anomalía cultural con la aprobación de los mismos gestores que imponían en la eurozona una legislación cada vez más restrictiva. ¿Era €urovegas un simple emblema de la autarquía estéril del euro sobre la realidad, como aún se preguntan algunos analistas incisivos, o significaba en realidad algo muy diferente?
 

Resacón en €urovegas 

En el espacio americano, Las Vegas representa una excrecencia artificial de luz y arquitectura, un subproducto nacido del cruce fantástico entre Hollywood y Wall Street, las finanzas incalculables y el afán de lucro, los negocios sucios de la mafia y el casino como blanqueador universal de pecados capitales (codicia, lujuria, gula, soberbia, entre otros muchos). Cuando el gánster Bugsy Siegel, en uno de sus sintomáticos arranques de misticismo, contempló en el desierto de Nevada el espejismo de los hoteles y los casinos, el lujo y la lujuria del dinero y los placeres más deseables, no vio algo muy diferente, en lo esencial, a lo que entrevieron empresarios americanos y políticos locales en los terrenos desertizados de Alcorcón. La oportunidad única de recrear un oasis capitalista liberado de los controles socialdemócratas del estado. La fantasía arquitectónica de €urovegas fue, desde su misma concepción, un capricho extravagante del mismo calibre que Las Vegas originaria. Si los gánsteres americanos habían recreado el sueño kitsch de sus noches de insomnio criminal usurpando el lugar de un pueblo fantasma perdido en una tierra de nadie, las quimeras mostrencas de los burócratas madrileños y los plutócratas americanos no se quedaban en la retaguardia del gusto mayoritario.
En el esquilmado espacio español, la originalidad histórica y geográfica de €urovegas, como proyecto de un parque temático solo para adultos, suscitó grandes polémicas partidistas y movimientos de oposición popular. Ni la América de los cuarenta ni la España de la segunda década del siglo veintiuno estaban preparadas para proyectos de esa envergadura moral. Para sus promotores, €urovegas plasmaba la ambición colectiva de ir más allá de las posibilidades reales del momento, la voluntad de vencer las resistencias materiales y superar las limitaciones mentales de un país lastrado en su desarrollo económico por una historia desastrosa. Para los adversarios, sin embargo, solo encubría una fuga irresponsable de los problemas actuales, la máxima expresión de la megalomanía de algunos gobernantes dispuestos a todo con tal de mantenerse en el poder y seguir controlando los flujos del presupuesto…

miércoles, 17 de julio de 2013

FASCINANTE FACSÍMIL




[William S. Burroughs, Blade Runner: una película, Ediciones Escalera, trad.: Daniel Ortiz Peñate, págs. 94] 

Todo el mundo sabe qué es Blade Runner: la magnífica película retrofuturista de Ridley Scott que en los años ochenta supo imprimir un salto cuántico en el tratamiento de las imágenes y su relación con un mundo que iba incorporando cada vez más atributos espectaculares al mismo tiempo que se hacía más siniestro y opresivo. En la primera versión estrenada, al final de los créditos, una enigmática nota agradecía a William Burroughs el préstamo del título. De manera sorprendente, la sensibilidad del autor de El almuerzo desnudo aparecía relacionada con un film que, sin embargo, lograba adelantarse a los postulados estéticos de William Gibson. La ecuación artística de Blade Runner daba así una vuelta de tuerca definitiva a sus planteamientos narrativos. Una novela de Philip K. Dick (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) escrita a finales de los sesenta se veía transformada audiovisualmente en una pieza contemporánea del ciberpunk sin dejar de conectarse, por otro lado, con figuras carismáticas de la fusión de ciencia ficción y vanguardia literaria como Burroughs. Era difícil imaginar que pudieran conjugarse más ingredientes para conferirle una proyección cultural aún mayor a las atrevidas especulaciones del filme (cuya mejor réplica literaria sigue siendo la novela Noir de K. W. Jeter, aún inédita en español, y no cualquiera de las secuelas venales que este inventivo autor también perpetró).

Lo irónico del caso es que Burroughs se había apropiado a su vez del exitoso término robándolo de una ficción científica de un autor poco conocido (Alan E. Nourse) titulada The Bladerunner y publicada cinco años antes que el perverso facsímil de Burroughs. En aquellos años setenta, Burroughs deseaba escapar de las trampas del experimentalismo a ultranza que le había sumido en una marginalidad que resultaba por otra parte beneficiosa para sus creaciones, de una radicalidad insobornable y exquisito salvajismo sexual y textual. Por entonces, Burroughs había comenzado a flirtear con el formato del guion cinematográfico como modelo para superar el callejón sin salida del cut-up, la técnica textual del troceado esquizofrénico que había llevado a su orgiástica culminación en la trilogía Nova Express como programa literario de asalto a los fundamentos mentales y tecnológicos de la realidad. Burroughs creía que la disciplina cinemática le permitiría enderezar de una vez sus arraigados vicios antinarrativos (“y baraja los fotogramas del filme como un mazo de cartas”) sin renunciar a los principios miméticos de su desfigurada transcripción de los delirantes rasgos del mundo posmoderno. [Como demostraría en los ochenta la magistral Ciudades de la noche roja, detonante de otra trilogía memorable.]

La novela de Nourse trataba uno de los motivos más recurrentes del adicto Burroughs: la biopolítica capitalista, es decir, el control totalitario que el poder estatal aliado con las corporaciones farmacológicas ejerce sobre la población a través de los programas de salud universal, la medicina oficial y el consumo de fármacos y estupefacientes. Blade Runner: una película no es una novela exactamente sino la expropiación cinematográfica de una novela ajena, una ficción catastrófica cuya trama central se ambienta en 2014: la futura Manhattan ha sido devastada por la guerra intestina que enfrenta a facciones de ciudadanos situados a uno y otro lado de la inicua legalidad sanitaria. La verdadera medicina curativa se ha refugiado en la clandestinidad del inframundo urbano para huir de la represión policial y la explotación desaprensiva (con el tráfico de semen como paroxismo delictivo) y seguir cumpliendo con los fines hipocráticos que el imperio nocivo de la nueva sanidad colectiva ya no cumple.

Es una realidad apocalíptica (supervivencia darwiniana, vegetación monstruosa, fauna mutante, rascacielos en ruinas, cielos incendiados) que aparece descrita sin paliativos como un escenario (de)construido: un ensamblaje imposible de imágenes fulgurantes y discursos dementes. Cada secuencia exhibe sinuosas tiras y espirales de celuloide que recuerdan el sesgo fílmico de todo lo contado, su apariencia de fantasía distópica mediatizada por un imaginario en fase con la tecnología y la cultura más avanzadas. Y un supremo sentido de la ironía a prueba de catástrofes ecológicas, pandemias sexuales, calamidades sociales y otros desastres inevitables de la vida posmoderna: “Esta película trata de América. De lo que fue América, de lo que podría ser, y cómo los detractores del sueño americano acaban siendo derrotados”.

El blade runner protagonista, un “chico salvaje” paradigmático de las violentas fantasías homosexuales de Burroughs, es un ángel desnudo de polla tiesa y mirada esquiva que recorre la ruinosa ciudad como un heraldo pasoliniano con sus “sandalias aladas y un botiquín portátil”. Se llama Billy, como el personaje de la novela de Nourse, pero también como el hijo escritor de Burroughs, con quien este mantendría patológicas relaciones paternofiliales hasta su prematura muerte dos años después de publicada esta fascinante novela.

jueves, 11 de julio de 2013

EL ARCA AMERICANA



[Toni Montesinos, La pasión incontenible. Éxito y rabia en la narrativa norteamericana, Pre-Textos, 2013, págs. 275]
 
Lo primero que se impone durante la lectura de este libro, tan apasionado como sincero, es la imposibilidad de contener en un solo volumen la riqueza inagotable de la narrativa norteamericana. La literatura occidental más joven ha acabado convirtiéndose en una de las más prolíficas y admiradas de la historia, y no solo por la primacía económica y política del país. La prueba definitiva es este hermoso ensayo de Montesinos donde todos los autores presentes podrían ser perfectamente sustituidos por un número similar de ausentes sin que el conjunto se resintiera. Pero Montesinos no pretende dar cuenta exhaustiva de la literatura norteamericana sino ofrecer un recuento personal de lecturas que le permitan iluminar las constantes genéticas y los rasgos singulares que aprecia en esa narrativa.
De ese modo, Montesinos comienza en el prólogo definiendo un supuesto espíritu literario genuinamente norteamericano, fundado en la afirmación intransigente del individualismo, la fraternidad promiscua del hombre libre y la contemplación panteísta de la naturaleza, tal como lo expresaron Emerson, Thoreau y Whitman. La voz americana surge, por tanto, como un registro disidente respecto del sino comunitario, orientado hacia el puritanismo, el pragmatismo y el comercio. No es casual que en el siglo diecinueve autores como Melville, Hawthorne y Poe establecieran, cada uno a su manera, un paradigma de excentricidad artística y fracaso individual frente a la normativa cultura imperante en el país. El canon fijado por Montesinos para el período decimonónico, a pesar de la idealización y sublimación de sus orígenes, es incuestionable y funciona como cartografía de la línea de fuga o la anomalía deleuziana inscrita en la literatura americana. Como lo es también su espléndida revisión de la primera mitad del siglo pasado, a pesar de las notorias ausencias de Djuna Barnes y Nathanael West, tan creativos como Carson McCullers o Scott Fitzgerald.
La idea de emparejar autores a la manera del arca de Noé es un acierto metódico y no solo metafórico. Cada capítulo abre así una perspectiva dialéctica sobre los escritores elegidos y sus obras escogidas. Ese careo biográfico o ese antagonismo artístico, según los casos, le sirve además para definir una ideología literaria dominante, afín al realismo en todas sus variantes reconocibles, caracterizada también por sus exclusiones y rechazos. Cualquier atisbo de posmodernismo, ciencia ficción o narrativa avant-pop, tres de las vetas más sobresalientes de la narrativa norteamericana del último siglo, es silenciado, juzgándolo impropio de la esencia de una literatura inmensa reducida, por razones espurias, a expresión moral de la malograda experiencia americana.



Con todo, mi objeción principal no radica en la subjetiva selección de autores y la parcialidad de algunos juicios estéticos sino, más bien, en el signo sintomático de las omisiones y la arbitrariedad crítica de algunas preferencias. Unas y otras logran suscitar innumerables preguntas al concluir la apasionante lectura. ¿Se puede justificar la ausencia de cualquier referencia a William Gaddis, el mayor novelista norteamericano de la segunda mitad del siglo veinte, o de un genio rabelesiano como John Barth? ¿O la exclusión sistemática del filón imaginativo generado por la ficción científica de autores como Dick, Vonnegut, Delany o Gibson? ¿No se basa la opinión negativa del autor sobre la literatura de William Burroughs en la frecuentación preferente de sus obras menores? ¿De verdad cree que el máximo exponente de la novelística más reciente es un epígono como Paul Auster? ¿O que escritores de la importancia seminal de DeLillo y Pynchon son solo decepcionantes productos del mercadeo, las modas literarias y la publicidad editorial? ¿No sería una prueba incontestable de la multiplicidad creativa de la novela norteamericana la coexistencia generacional de autores tan antagónicos como Philip Roth y Robert Coover?
En cualquier caso, un libro como este, capaz de provocar el debate intelectual en un contexto social de desprecio a la literatura, me parece muy valioso y altamente estimulante.