miércoles, 16 de enero de 2013

DIRTY DOZEN: EL OJO PINEAL QUE GOZA



Como cada año, doy mi lista de mejores películas de 2012 en colaboración con buenos cinéfilos (por orden alfabético: Noel Ceballos, David Leo García, Mercè Ibarz, Vicente Molina Foix, François Monti, Pablo Muñoz, José Ramón Ortiz) con los que hay tantos acuerdos interesantes como jugosas discrepancias. Es una forma como otra cualquiera de ofrecer una visión plural (nadie puede abarcar todas las películas producidas en un año) y prismática que es la que más corresponde a lo que el cine es en el siglo XXI. Un arte diversificado y múltiple, donde no caben ni los dogmas demasiado estrechos ni la falta de criterios. Se impone la negociación permanente en todos los órdenes. El juicio de gusto, sin duda, la crítica estética, pero también la atención a los desarrollos culturales y tecnológicos contemporáneos. Si el gusto está bien formado, lo segundo va de suyo. No hay sensibilidad formada que no sea receptiva con la novedad artística, que incluye siempre todas esas dimensiones (novedad cultural, tecnológica, social y, por supuesto, estética).
La idea del “ojo que goza” la tomo del magnífico libro homónimo de Jean-François Rauger (L´oeil qui jouit), uno de mis descubrimientos críticos del año. Es un concepto estético que define una relación con el cine que se vincula sobre todo a grados de excitación ocular, a visiones transgresoras o perturbadoras, a imágenes insólitas, a la capacidad del cine para alterar las coordenadas racionales de la imagen y trastornar lo que se da por sabido con demasiada facilidad, y que representaría la evolución lógica del cine que, a pesar de la camisa de fuerza y las constricciones de su tiempo, amaron hasta la locura Antonin Artaud y Robert Desnos y muchos surrealistas y que vuelve a las pantallas con fuerza cada cierto tiempo, aquí o allá, sin respetar demarcaciones culturales, geográficas o estéticas.

Sin más preámbulos, mis doce de dos mil doce son:
1. Cosmópolis (D. Cronenberg)
Fausto (A. Sokurov)
Guilty of Romance (S. Sono)
Holy Motors (L. Carax)
2. The Master (P. T. Anderson)
3. Prometheus (R. Scott)
4. Killer Joe (W. Friedkin)
6. Shame (S. McQueen)
7. Salvajes (O. Stone)
8. Cabin in the Woods (D. Goddard)
9. Moonrise Kingdom (W. Anderson)
10. Take Shelter (J. Nichols)
Las cuatro primeras empatan por el primer puesto (el lenguaje es lineal, mi gusto no, por fortuna, con lo que me veo obligado a traicionar mi gusto al clasificar las cuatro primeras en orden alfabético, lo que produce un efecto de prioridad inexistente). No distingo entre películas estrenadas o no, esta categoría me parece hoy subsidiaria (de hecho, si no incluyo Las malas hierbas, The Yellow Sea o Casa de tolerancia es porque las incluí ya en mis listas de años anteriores, cuando aún no se habían estrenado en España, y no forman parte de mi paisaje cinematográfico de este año).
Si tuviera que dar una razón única para la inclusión de mi sucia docena de elegidas sería esta: me han hecho gozar y me permiten reafirmar una idea del cine basada en el placer visual que es la que más me interesa hoy por hoy. Donde no hay placer del ojo (léase Amour) no hay placer de la mente. La ley del cine es inflexible. El placer del autor no es siempre el del espectador (y vicioversa). Es cierto que no todas mis elegidas son igualmente gozosas o fruitivas o placenteras. El cenit festivo, erótico y grotesco a un tiempo, lo representa,  por razones obvias, Guilty of Romance. Pero si alguien quiere hacerse una idea exacta del estado contemporáneo de las imágenes (sin preguntarle a Nanni Moretti) no tiene más que revisar Cosmópolis y Holy Motors, ahí está todo lo que necesita ver para saber qué coordenadas estéticas definen la esfera visual en el presente. Entre la cirugía ocular más radical y la libre asociación y licencia de las imágenes. En función del placer y nada más.
Si añade dos suplementos ópticos, lo verá con más nitidez en el estilizado segmento del rascacielos de Shanghái en Skyfall y en la impresionante visualización de la operación contra Bin Laden en Zero Dark Thirty (cuando vi esta vigorosa aventura de Bigelow en el territorio de la información y la representación ya tenía acabada mi selección de películas y no quería alterarla, si su recuerdo sobrevive estará en la lista de 2013).
Fausto representa la culminación del cine según Sokurov, la más alta empresa de preservación de la alta cultura europea en su período terminal de acoso y derribo, liquidación de existencias y subarriendo de espacios, y ha conseguido superar al Fausto de Murnau en audacia formal y demostrar que las obras canónicas pueden servir aún de inspiración a un cine creativo que de verdad rivalice con la literatura, la pintura y la filosofía como plasmación estética de ideas sin renunciar a renovar el potencial de las imágenes. Ese es el desafío del cine europeo en este momento. Que después de dos años siga sin estrenarse Hors Satan, de Bruno Dumont, es muy mala señal. El cine creativo europeo lo tendrá cada vez más difícil. El desdén del público más joven e inquieto hacia Fausto me parece sintomático de la bancarrota cultural que padecemos. Qué fácil es echarle la culpa de todo a la maldita crisis económica cuando hay un malestar cultural endémico…

Veo con preocupación un fenómeno reciente: la nolanización de los blockbusters. La estimulante Skyfall es una de las más gravemente afectadas. Ese fenómeno epidémico acabará desvirtuando lo que de mejor tiene el blockbuster: su capacidad de representar el estado de funcionamiento de la maquina hollywoodiense de representación como alegoría de la tecnología de producción capitalista. Ya dije lo que tenía que decir sobre El caballero oscuro, uno de los focos principales de esta plaga de la ficción cinematográfica. Los vengadores ha escapado de milagro a esa influencia nociva y por eso, a pesar de mi hartazgo actual respecto del cine de superhéroes emblemáticos del ideario neoliberal post 11-S, es una película que goza de mis simpatías estéticas. No obstante, como paradigma del blockbuster de máxima gratificación visual prefiero con mucho Prometheus, ese cruce improbable de ingenua fábula cosmicómica, pesimismo mitteleuropeo y ciencia ficción pulp.
Ignorada por la mayor parte de los medios cinéfilos, la muerte de Tony Scott, quizá el mejor director comercial de los últimos quince años, no puede sino agravar la situación. Tony Scott supo entender como nadie el devenir de las imágenes en el siglo veintiuno y acoplarlo a la maquinaria hollywoodiense con estimulantes thrillers hipervisuales como Enemigo público, Déjà vu o Domino (estas últimas se encuentran entre mis experiencias más vibrantes y avasalladoras en salas de la pasada década). Al suicidarse, por razones aún no del todo aclaradas, es como si todo un modelo de cine posible se enfrentara a la aporía de su existencia. Ni totalmente válido para unos (los dueños de la pasta y el negocio) ni atractivo para otros (los señores de la opinión y el gusto). Es lógico que los defensores del autorismo a ultranza no se den por enterados. No les concierne. Se dan por contentos con sus pequeños jardines de invernadero prefabricado, donde no brilla la luz artificial de las imágenes ni hay otro aire que el enrarecido por la respiración jadeante de unos cuantos egos al límite de la agonía febril y la consunción.
Así mismo, la muerte en 2012 de dos transgresores políticos, estéticos y sexuales como Koji Wakamatsu y José Benazeraf [y hoy mismo de Nagisa Oshima, a quien Wakamatsu, no por casualidad, produjo El imperio de los sentidos] pone el dedo en la llaga, una vez más, sobre la extinción de todo proyecto de liberación por el cine. Este arte sufre desde hace dos décadas una regresión libidinal de la que solo nos salva el regreso a obras del pasado como la de estos y otros cineastas que forzaron con sus imágenes los límites de la representación. Guilty of Romance, de todas las películas recientes que he visto este año, es la única que me devuelve la ilusión de que este cine transgresor sigue siendo posible en la actualidad. Sion Sono es uno de los escasos directores contemporáneos que aún cree en el poder revulsivo y perturbador de las imágenes. Corolario europeo: Una sociedad (o una persona) que se cree liberada puede ser mucho más peligrosa o dañina que una sociedad (o una persona) que se sabe reprimida.

A pesar de todo lo dicho, mi mayor placer de este año pasado, lo reconozco sin prejuicios, procede de las revisiones y los hallazgos del cine del pasado. Muerto el clasicismo, no hay nada que extraer ya de él, no nos queda sino ese período glorioso del manierismo fílmico en que el mismo lenguaje cinematográfico se puso en cuestión y, al mismo tiempo, expresó la verdad de los géneros, las imágenes y las relaciones con el público. Sobre todo en el cine italiano así llamado popular (o cine bis) y, dentro de él, en el género más heterodoxo y provocativo, el único género cinematográfico que parece engendrado para encarnar una morbosa idea de Georges Bataille (“la muerte misma participaba en la fiesta, en tanto que la desnudez del burdel reclama el cuchillo del carnicero”, Madame Edwarda). Me refiero al llamado giallo, ese subgénero pulp de matriz italiana que tiene su inspiración seminal tanto en Las diabólicas de Clouzot y La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, del gran Buñuel, como en Psicosis de Hitchcock y que desde Seis mujeres para el asesino de Mario Bava no hizo sino declinar todas las combinatorias imaginables del eros y el tanatos, la belleza y el esplendor de la carne y el horror del crimen cometido contra ella, en imágenes de una gran fuerza plástica y un gran poder de perturbación emocional. Con todas sus diferencias, no hay duda de que Mario Bava y Darío Argento son los genios reconocidos del género (ambos, por sus extraordinarios méritos artísticos, se encuentran a la altura de los más reconocidos autores italianos), pero no muy alejados les siguen refinados maestros del shock visual y visceral como Lucio Fulci y Sergio Martino y sutiles artesanos de talento como Aldo Lado, Umberto Lenzi,  Massimo Dallamano y tantos y tantos otros (Paolo Cavara, Fernando di Leo, Giuliano Carnimeo, etc.). Si añado a este contingente inagotable las joyas neogóticas revisadas este mismo año de Mario Bava (Operazione Paura), Riccardo Freda (El horrible secreto del Dr. Hitchcock) y Antonio Margheriti (Danza macabra) resulta evidente que el cine italiano fue, entre los europeos, el más potente de los años sesenta y setenta en cualquier género (y no me olvido de Leone, Corbucci o Sollima y su brillante contribución al western y el policíaco, o de las comedias de Risi, Monicelli o Germi). Y el único capaz, a su nivel, de rivalizar con Hollywood.

En los ochenta, agotado el caudal del género, Darío Argento prosiguió su singular obra con films magníficos como Inferno, Tenebrae y Terror en la ópera (esta última, por cierto, de una complejidad teórica fascinante y una belleza barroca fastuosa, a la altura del memorable cine de los Greenaway y Ruiz de aquellos años), y en los noventa con portentosas vueltas de tuerca como El síndrome de Stendhal y perversas variaciones sobre clásicos como El fantasma de la ópera. Así prosiguió hasta La terza madre, de 2007, culminación alicorta de su trilogía sobre el matriarcado maléfico comenzada treinta años atrás con la sublime Suspiria. En comparación con este esplendor inusitado, el nuevo Drácula 3D de Argento, limitado de presupuesto y de ideas, me produjo más nostalgia que alegría, menos placer que tristeza, a pesar de algunos destellos geniales.
Por otra parte, tras revisar Las diabólicas, el descubrimiento de dos cintas maravillosas como La Vérité (con una Brigitte Bardot exuberante y rebelde) y La prisonnière, su última película, me obliga a reconocer dos cosas: primera, H. G. Clouzot es uno de los grandes directores del cine europeo de los años sesenta, y, segunda, la nouvelle vague, que hizo mucho bien en muchas cosas, también perjudicó la visión de algunos directores y géneros, estrechando el margen de lo visible en vez de ampliarlo. La decadencia contemporánea del cine de autor (digan lo que digan los defensores, más o menos sectarios, de una idea caduca del cine que celebran nimiedades como los últimos estertores de Coppola, Allen, Oliveira, Ferrara o Hong Sang-soo) es una demostración de que el cine no necesita ya esas camisas de fuerza teóricas para ser creativo y excitante. Al contrario. Ahí radica de nuevo el desafío estético. Atender a las imágenes y olvidarse de los programas castradores.

Excepto Boss, no he descubierto este año ninguna teleserie que supere en adicción a mis preferidas de otros años: las nuevas temporadas de Breaking Bad, Mad Men, Boardwalk Empire y Juego de tronos siguen contando entre lo más innovador y sugestivo de la oferta televisiva. La ficción generacional de Girls no me convenció tanto, a pesar de sus méritos objetivos y la generosa publicidad de su lanzamiento, y acabé abandonándola a la mitad. Y mantengo con la simpática Louie una relación furtiva, lo confieso, hasta errática, pero me basta con eso por ahora. Me cansan mucho, eso sí, los nuevos bobos del audiovisual, cómplices de la penúltima tontería del medio, que se lo saben todo de teleseries y presumen de consumir hasta las más banales, sin plantearse nunca como problema serio las estériles rutinas del formato televisivo, y no tienen, sin embargo, ninguna curiosidad por el cine, incluso por películas como The Master, Killer Joe o Take Shelter que dan lecciones visuales de alto nivel a muchas teleseries, revalidando el valor del montaje y la intensidad narrativa.
Me preparo ya para el estreno de Django Unchained, una confirmación de que el ojo que gozó hasta extremos indecibles en los años sesenta y setenta no ha muerto en absoluto y regresa reciclado, cabalgando como el jinete fantasma de la leyenda, dispuesto a vengarse de todos los que trataron de normalizarlo.

1 comentario:

El Doctor dijo...

Deja sin aliento este gran texto.No puedo estar más de acuerdo contigo,amigo.No veas lo que aprendo en este espacio,sí,sobre todo cuando estamos sumergidos en "la banca rota cultural que padecemos.Qué fácil es echarle la culpa de todo a la maldita crísis económica cuando hay un malestar cultural endémico".Tremendas palabras llenas de una gran verdad.Cultural,moral,ética.

Un abrazo.